jueves, 17 de abril de 2014

Elegir no traicionarse


Una vez conocí a una chica que no me parecía muy linda. No tenía demasiados atributos físicos, no entusiasmaba a la vista. La miraba con sus veintipocos y podía ver en ella un futuro de vieja complicada, vislumbraba su pronta decadencia. No estaba buena la sensación. Se despertaba y desayunaba cigarrillos. Su voz chillona cada tanto adquiría musicalidad. Se embalaba en las charlas convirtiéndose en un largo punteo preciso y aburrido que escalaba hasta llegar al clímax. Mucho vocabulario, poca emoción. Era Yngwie Malmsteen. Además, la dominaba el malhumor y estaba un poco alterada por la vida.

No garpaba ni dos mangos, pero una noche descubrí que tenía algo. Salimos a escabiar y me di cuenta de que nuestras personalidades se parecían. Fue una señal, me hacía mirarla distinto. Su charla interminable ya no era insoportable. Nos fuimos porque ella quería comprar puchos y caí cuando la vi borracha, sin saber para dónde ir. Me quedé mirándola: una piba que se vestía desordenadamente, que se emborrachaba feo, que tenía una panza cervecera que encajaba bárbaro con todo su ser y que así se sentía bien. Más tarde conocí su departamento, con una cocina dada vuelta de cosas sucias. Era un dos ambientes con vasos usados y ceniceros repletos repartidos como floreros. Siempre quise conocer a una chica que se cagara en las formalidades y dijera “hoy no limpiamos, hoy compramos algo para comer y nos quedamos en la cama a hacer nada”. Ese lugar y ella me identificaban. Y me encantó, me gustó mucho. Ya era hermosa.

Tuve una sensación similar cuando me di cuenta de que estaba adaptado a Salta. Almorzaba un bife con arroz en el laburo y no podía parar de condimentar todo con el ají picante clásico de las mesas salteñas. Estaba sorprendido y feliz por eso. Unos años antes, cuando recién llegaba a la ciudad, había hundido una empanada frita en un pote repleto de esa salsa y había salido corriendo a colgarme de la canilla del baño, con la boca ardiendo. Padecí años de nostalgia por mi vida anterior, sin entender la salteñidad al palo que me rodeaba. Pero para el momento del bife con arroz había derrotado al enemigo. Disfrutaba de la comida, picaba con gusto. Salía a la calle y me sentía en mi lugar.

Todo había llevado su tiempo. Para adaptarme tuve que recorrer calles y pueblos, leer los diarios y notar que había palabras y expresiones que se usaban sólo allí, como decir “a horas 14” en lugar de “a las 14 horas”. Una vez me pidieron que atajara el agua. Cuando ya estaba por tirarme con mano cambiada para sacar del ángulo un chorro imaginario, vi cómo cerraban la canilla, y entendí.

Para volverme salteño debí mirar con ojos locales, dejar de extrañar lo anterior. Hasta cambiar mi forma de hablar, porque cuando llegué no me entendían, decían que hablaba rápido. Desde entonces conservo esa pausa que no tiene el entrerriano promedio que ya no soy. Pronuncio las “ll” sin la fuerza del porteño ni la transparencia del misionero. Cada vez que escucho una tonada del Noroeste me alegro tanto que vuelvo mentalmente a sus calles y escucho a tipos en carros tirados por caballos que anuncian por altoparlantes hechos mierda que hay tierra para las plantas, señora. Porque cuando uno es conquistado por un paisaje no hay forma de salir de ahí. Quedamos atrapados para siempre. Entender me hizo ser parte y después llegó la identificación, la lectura más profunda que no hace cualquiera. A lo Neo en Matrix: ver códigos y saber relacionarlos.

Gracias a esa adaptación, cuando LaForma publicó Vamos, en 2010, sentí por primera vez que en el mundo había música creada con el mismo aire que yo respiraba. Unos años antes no lo hubiese entendido del todo. Sus canciones estaban armadas con los sentidos apuntados hacia adentro. No era un disco introspectivo, de búsqueda espiritual. Era un trabajo que funcionaba como espejo para los salteños de estos años. Durante una hora recorría diferentes climas y momentos de la provincia.

En 2014, cuando la banda labura en canciones nuevas con la irregularidad que dan el amateurismo y las faltas de difusión, público y apoyo cultural, el disco mantiene sus cualidades intactas. Lo hace porque Salta sigue siendo la misma. LaForma logra identificación cuando Horacio Ligoule canta “La Linda tiene calles muy bien decoradas. Pusieron luces muy costosas marcando dónde debemos mirar. Sus veredas tan pulcras son sepulcros para almas cansadas de la tristeza callada de los que no pudieron encontrar jamás nada de nada”. Pero también al recrear un clima de descontento y desigualdad en una provincia que se muestra al mundo como un paraíso natural de poncho y tradición, escondiendo su cara más oscura.

Cuando el grupo apunta hacia adentro, gana. Pierde cuando se pone ambicioso y amplía sus horizontes a las luchas latinoamericanas. Vamos es Salta, es la música del arte alternativo que no sale en los medios bancados por el gobierno o la oposición. Es el Pibe Acosta cantando en bares y muriéndose con su mejor disco ya editado. Vamos es el nuevo folclore salteño, alimentado de la música de otros lugares. Eso es “Vidala del destiempo”,  Pink Floyd de la puna. No hay peñas jóvenes en la ciudad. Los folcloristas le cantan al turismo, todavía se preguntan dónde iremos a parar si se apaga Balderrama. No hay, en la actualidad de la canción tradicional de la provincia, una voz que reproduzca la realidad de políticos perpetuos, de una sociedad dividida entre los pobres sometidos de siempre (“Patrón por favor dé permiso”) y los cholos de doble apellido que aprueban la represión policial a maestros, estudiantes y vecinos. Salta es tierra machista y misógina, donde mueren turistas y los ministros justifican los abusos. “Palo & Gas” e “Inmoral” lo resumen.

Durante todo Vamos está presente la idea de la búsqueda de la pertenencia. Ubicar nuestro norte (“Estás acabado si no sabes de dónde sos, ni adónde estás hoy parado”, “No vive el que sólo espera, hay que perderse para encontrar”, “Dónde buscamos las huellas si no llegaron a ningún lugar”). Con todo, no hay que ir muy lejos para notar cuál es el mensaje que la banda quiere dar. En “Yosotros Rock”, la primera canción, ya lo dejan asentado: las respuestas están acá. Acá es Salta y Salta somos nosotros. “No quieren que mires padentro, hay tanta bronca guardada”, cantan al final, justo antes de la suite “Sueños exiliados”, que a puro guitarrazo eléctrico, sikus y quenas, cierra el disco. Para LaForma, saber quiénes somos es elegir no traicionarse.

En épocas de mp3 e inmediatez, cuando una opinión en Facebook ya nos cataloga para siempre, no nos bancamos mucho tiempo un solo disco o a las personas. Y el tiempo es necesario para entender. Dejar que las gorditas desordenadas de dientes manchados se descubran mucho mejores que las que nos bombardean con selfies. Que una ciudad muestre su verdadera identidad sombría. Que una banda de blues y rock clásico se mande un disco trascendental de psicodelia puneña. Que cuente lo que vemos, nos englobe, nos haga parte y nos movilice.

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