jueves, 20 de noviembre de 2014

Rocanroles sin destino


Quiero contar la tristeza que estoy sintiendo.

Hace un par de noches me topé con un documental en Encuentro. No sé cómo se llamaba ni de qué se trataba. Vi menos de un minuto, pero me alcanzó para relacionarlo con lo que vengo pensando. Un tipo decía que su música era la que había escuchado durante la adolescencia, que él venía de ahí. Decía que para encontrar algo de solaz había que regresar a lo que nos había conmovido de jóvenes. En mi caso, es el rock argentino de hace quince años. El que forjó mis primeras ideas firmes, mi primera postura seria ante la vida. Hoy, además, me hace pensar qué pasa con las convicciones cuando empiezan a irse al tacho.

Vivir en una ciudad chica daba como resultado ser un entusiasta de las bandas del momento, que llegaban a través de los medios y (muy) cada tanto aparecían para tocar en vivo. Los discos que sonaban en esos años eran Despedazado por mil partes, La clave del éxito, Gol de mujer, Luzbelito, el compilado de Divididos que tenía el popurrí de Sumo, Todo por un polvo, Tercer arco, el debut de El Soldado, Dale aborigen, el disco de la estrella, Verde paisaje del infierno, La esquina del infinito, Libertinaje, Especial, Azul, Narigón del siglo, algunos de Attaque, Hijos del culo, los dos primeros de Dos Minutos. Lo más antiguo era Sumo, que venía por arrastre. Nos parecía la base junto con Los Redondos. No estábamos escuchando a dinosaurios oxidados, porque ésos próceres todavía no eran tan viejos: estaban sacando sus mejores obras. Y porque Andrés Ciro, Chizzo o Pity eran tipos jóvenes, muy parecidos a nosotros. O nosotros parecidos a ellos, porque adoptábamos su discurso. Estábamos encontrando nuestra manera de decir y pensar a través de las canciones y la actitud de esos músicos. Nos estábamos educando. 

El cartel “en contra” que mostraba el Indio en esa foto del año del orto era un gran mensaje, resumía muchísimas ideas. Sus palabras en las entrevistas sucesivas en Rolling Stone, el Sí y La García entre el 98 y el 01, después de esa apertura que fue la conferencia de Olavarría, fueron una biblia para muchos. Había que comprar las revistas, leerlas y aprender. Ese rock era el que mandaba en nuestras mentes sin internet. Ningún movimiento under prestigioso de medio snob. Ninguna banda local, el rock de las provincias casi no estaba desarrollado y no trascendía. Sólo bares con cerveza a un peso y compacts truchos rayados que saltaban siempre en la misma canción. No teníamos Rock & Pop, ni Cemento. No podíamos tomarnos ningún tren para ir a una ciudad cercana a ver un recital de un grupo que recién arrancaba. Sólo nos quedaba lo que nos decían que teníamos que escuchar. Y desde ahí partir. La curiosidad era más difícil de desarrollar. No siempre había 22 pesos para un CD original. Había que captar lo que se podía. Y a ése rock nos aferrábamos. 

Se suponía que la cultura del rock argentino de los noventa estaba bien, porque era nuestra. No era La Cueva, no era Seru Giran o Sui Generis, no era el punk porteño de los ochenta, no era la movida sónica, no era Soda Stereo, no era Spinetta. No era nada de eso, aunque todo estuviera relacionado. Era la revista La García saliendo cada jueves con sus reseñas de Aguante y Olor a faso. Era el Tanque diciendo que prefería un asado quemado a un sushi bien preparado. Era el Chizzo cantando no me convence ningún tipo de política. Porque los años menemistas tiraban esas señales: la política no. Entonces nos refugiábamos en las personas más creíbles, los maravillosos músicos que compartían la birra en la esquina con los pibes y nos decían que éramos todos iguales, arriba y abajo del escenario. 

Pero estaba mal esa teoría. Éramos todos iguales, pero cada uno cumplía su parte. Y a eso nosotros no lo entendíamos, nos creíamos protagonistas. Por nuestra ignorancia. Porque los medios lo fogoneaban. Y los músicos también. Hasta hoy, 19 de noviembre de 2014, no leí ninguna revista rockera, ésas que ahora me dan laburo, que haya hecho un mea culpa, cuando todas, todas las putas reseñas, hablaban de una fiesta, de misa. No leí a ningún periodista de esos medios decir yo me siento responsable. Las tapas de los discos mostraban bengalas, el Indio cantaba sobre las banderas y el fuego en tu corazón, los cronistas ensalzaban el ritual. Todavía, después de Cromañón, seguimos siendo el mejor público del mundo. 

Yo sí quiero decir algunas cosas. Voy a decir que cuando me tocó hacer crónicas de recitales masacré a Callejeros por haberse hecho los pelotudos post tragedia y haber sacado discos a precios muy altos, y no tuve los huevos ni la inteligencia para decir que el Indio Solari estaba cobrando entradas carísimas y permitiendo, otra vez, el uso de pirotecnia al aire libre. Y nadie más dijo nada, porque al aire libre estaba bien. Otra vez festejamos el colorido. Otra vez la muerte. Miguel Ramírez.

Me cuesta renegar del folclore de las bengalas y las banderas, decía Carlitos. Indio, hacete cargo de que incentivaste el uso cuando ya se habían muerto 194. Ahora son 195. Andrés Ciro, hacete cargo de que con tu listado de trapos al final de los recitales seguís motivando a ese protagonismo innecesario. A nadie le importa de dónde viene tu público. Qué importa el barrio, si somos todos iguales. Háganse cargo de que una bandera gigante sobre el campo le quita el aire a los que están abajo, que algún día alguien se puede desmayar por eso. Y el origen es el mismo: el aguante, la falta de conciencia.

Hagámonos cargo, los periodistas especializados que escuchamos St. Vincent pero escribimos sobre Guasones, que somos unos tibios de mierda. Que en Twitter nos burlamos de bandas que después ponemos en tapa. Nosotros también fuimos y somos responsables de todo lo que pasó. Por acoplarnos al no pensar que cantaba Mollo en “La ñapi de mamá”. 

Voy a decir que me siento un pelotudo por no haberme dado cuenta de nada, por haberme reído como un gil cuando me enteré de que la bengala que un compañero de colegio había llevado a un recital en octubre del 2000 había vencido en 1988. 

Nunca supe usar una bengala, tampoco tuve una en mis manos. Pero es lo mismo. No estuve en Cromañón, pero me sentí parte del público ese 30 de diciembre. Porque éramos todos iguales. 

Éramos todos tan iguales que Cromañón le podría haber pasado a cualquiera. No eran solamente Callejeros, Chabán, Ibarra y los inspectores. También éramos nosotros. Era la cultura del rock de los noventa. Nuestros mandamientos. Todos fuimos, todos somos, todos podemos ser. 

Y quiero contar la tristeza que estoy sintiendo porque lo que pasó con los que fueron a ver a Callejeros el 30 de diciembre pasó también con los que estábamos a muchísimos kilómetros de ahí, mirando por televisión, durante toda la noche, sabiendo que podríamos haber estado en su lugar. 

Por eso me da muchísima bronca que haya gente que opine que lo que mató a los pibes fue la corrupción y no las bengalas o el rocanrol. Tapados con una venda de fanatismo que no aporta nada más que divisiones estúpidas. Muchos de los que cantan eso eran chicos cuando todo sucedió. Están alimentando ahora el solaz de su futuro. Y si lo hacen pensando que estaba fenómeno prender bengalas, porque ellas no mataron a nadie, vamos a tener otro Cromañón. Porque no es el cómo, es el qué. Si seguimos creyendo que no tuvimos nada que ver con la tragedia vamos a terminar en el mismo lugar. 

El 30 de diciembre de 2004, los de mi generación nos hicimos adultos, escépticos, perdimos gente y convicciones, nos dividimos, nos peleamos y nos separamos. Nunca nos vamos a olvidar de lo que pasó esa noche ni dónde estábamos cuando nos enteramos. Vimos cómo Callejeros adoptaba una actitud imposible, como su canción, y renegaba de lo que defendía. Vimos cómo Chabán era señalado de manera exagerada como un especulador hijo de puta, amigo de la codicia durante toda su vida, cuando la mayoría de los músicos dice lo contrario.

Aunque suene exagerado (y pido disculpas si estoy diciendo una boludez, pero así lo siento), creo que Cromañón, para nosotros, fue como la dictadura militar para la generación de los setenta. Nos aniquiló desde el punto de vista físico e ideológico. Para los que crecimos y nos educamos bajo el manto del rock argentino de los noventa, Cromañón fue la piña en la cara que nos dijo hasta acá llegaste. Nuestra música estaba rodeada de una cultura que nos asesinó, en gran parte por culpa nuestra. Me siento tonto y triste, con ganas de llorar, como un boludo. Porque lo que consideré toda la vida como algo sagrado, que me enseñó a moverme por la vida, fue pisoteado por los mismos que decían defenderlo. 

Hoy sólo vivimos una parodia de los años maravillosos. Hacemos el viaje, comemos el asado, regamos todo con fernet, coreamos los hits y rogamos que se vuelvan a juntar. Nos quedamos atrapados, no podemos soltar. No podemos apagar la máquina de sufrir, como canta Pez en su último disco. Y la contradicción está ahí, todo el tiempo, diciéndonos que fuimos inconscientes, que no estaba bueno hacer el aguante todo el día. Capusotto se nos caga de risa. El indie nos desprecia, nos dice cabezas. Nosotros les decimos caretas. No nos damos cuenta, ni ellos ni nosotros, de que somos lo mismo. 

No termino de entender por qué nos volvimos una generación tan cerrada, si en general teníamos como referentes a tipos que en su obra demostraban lo contrario. Creo que fue porque teníamos miedo a perder. El no cambies nunca era “seguí siendo eso que me representa, no me dejes solo”. Y por el miedo adolescente a que nos digan vendido, ya no sos igual. 

De todas maneras, todavía quiero conservar la inocente convicción que afirma que los artistas son los que marcan un camino a través de un mensaje, de una actitud y una postura ante la vida. Pero ya no creo en la esquina, en el barrio o en el aguante. Creo en la apertura, en los caminos cruzados, en la paciencia, en el tiempo, en que cambiar siempre es bueno y necesario. En que tenemos que aprender de los que admiramos, pero no comprar todo el combo. Que eso es sólo un punto de partida para ser uno mismo. 

Si tenés menos de veinte años y estás leyendo esto, no pienses que sos auténtico y que el resto está mal. No pienses que la vida tiene máximas irrefutables. Cuidate de tu propia sabiduría, escribió Korneta. Date cuenta de que no hay ídolos, sino actitudes que enseñan. Que hasta el más hijo de puta puede aportarte algo bueno si lo sabés notar. Dudá pero no seas cagón. No lastimes al que tenés al lado. No crucifiques a nadie de manera tajante, vos podés estar en su lugar. Pensá que si no hacés las cosas, nadie las va a hacer por vos. Trascendé con algo más que un fanatismo, eso sólo conduce a ser un tipo que no acepta lo distinto. Y lo distinto es lo que te hace mejor. 

Distinto también se llama la canción que estaba tocando Callejeros el 30 de diciembre de 2004. Dice hoy vine hasta acá a consumirme, a incendiarme, a reír sin preocuparme. A ser idiota por naturaleza y caer siempre ante la vaga certeza de que en esta tierra todo se paga.

1 comentario:

Oscar Cuervo dijo...

Conclusión: no siempre la música de tu adolescenciq es buena. En los 70 murieron más pibes que en Cromagnon, pero los discos hoy suenan igual de buenos.
Conclusión 2: si haces una revista, no pongas en la tapa a alguien que te parece mediocre. Si te vas a equi equivocar, equivocate creyendo en lo que haces.